English and Spanish: Gavage, by Lorette C. Luzajic, Translated by Rose Mary Boehm

The Merchant's Wife, by Boris Mikhaylovich Kustodiev (Russia) 1918

Gavage
 
Todo el mundo conocía a la mujer gorda del cuarto piso. Pocos la habíamos visto, pero sabíamos que estaba allí.
 
Todos los inquilinos habíamos coincidido en el ascensor con algún repartidor, hundido bajo una torre de pizzas o bolsa tras bolsa de cerdo moo shu y arroz frito. Sabíamos que se dirigía a la suite 409.
 
Y observamos a su marido venir de su coche con múltiples paquetes extra grandes de Lucky Charms, Oreos y Pepsi.
 
Yo llevaba una década en el edificio y sólo la había visto un puñado de veces. Roberta casi nunca iba a ninguna parte, pero, una o dos veces al año, la veía. Eran ocasiones penosas de presenciar. El andador que necesitaba, apenas podía sostener su cuerpo. Arrastraba los pies y se agitaba, avanzando con dificultad por el pasillo, con peligro real de caerse. Henry era un hombre de tipo delgado, enjuto y pequeño. Ella, una mujer gigante, con rollos sobre rollos de grasa y carnes colgantes. Era trágico y grotesco, algo que hubiese sido mejor ocultar a puerta cerrada.
 
Naturalmente, todos nosotros residentes vivíamos ocupados con nuestros respectivos trabajos, los desplazamientos diarios y nuestras familias, y rara vez pensábamos en Roberta y Henry. Había cotilleos de lavandería entre los inquilinos, comentarios inteligentes sobre los cubos de reciclaje rebosantes con restos de comida para llevar. Había simpatías ocultas por Henry.
 
Yo mismo había sentido lástima por Henry durante muchos años, imaginando el estigma que cargaba valientemente sobre sus hombros mientras soportaba la glotonería de su mujer. Pero un día me encontré con él en la tienda y algo en su forma de dirigirse a la joven dependienta me hizo cambiar de opinión. La reprendió por algo intrascendente, como si fuera la ayudante, y su tono controlador me sorprendió mucho. Después de aquello, hice todo lo posible por mantenerme alejada de Henry.
 
Fue un fin de semana que Roberta se cayó en el aparcamiento, intentando llegar a una furgoneta taxi. No había ni rastro de Henry, sólo ella y el andador que se tambaleaba peligrosamente bajo sus carnosas patas. Todo el mundo la observaba: hacía sol y la gente paseaba a sus perros o daba patadas a la pelota en el césped con los niños, y la lavandería -como todos los sábados- estaba repleta. Nos quedamos mirando, encandilados por el accidente que podía ocurrir en cualquier momento, a medida que ella se acercaba a la furgoneta. Nadie, ni siquiera los fornidos obreros de la construcción, hubiesen podido ayudarla a levantarse.
 
Y entonces ocurrió el accidente. Roberta se cayó.
 
Fue terrible de ver, una película atroz, a cámara lenta. El peso de ella, empujando hacia adelante, con sólo unos pocos metros más hasta el vehículo. Se resbaló, el andador se apartó de ella, el tobillo se le dobló, se oyó un terrible crujido y luego un gemido profundo y gutural, como el de un globo que suelta todo el aire o una vida. Y cayó, como una montaña, rodando y rodando sobre el asfalto como una avalancha.
 
Todos nos quedamos paralizados durante unos instantes, y luego nos abalanzamos sobre ella a la vez. El taxista se bajó. Todos miramos a la mujer junto a la que vivíamos y con la que nunca habíamos hablado. Los ojos saltones detrás de su cara hinchada nos miraban sin pestañear. Tenía la boca grasienta, y la abría y cerraba sin emitir ruido alguno. Eso me entristeció como nunca antes.
 
Fueron necesarios otros momentos de confusión y conmoción para darnos cuenta de que teníamos que llamar a alguien. Una señora se inclinó y preguntó si Henry podía salir a ayudarla. El cuerpo de morsa de Roberta se agitó un poco y emitió un sonido parecido a un eructo. El mecánico con su Beagle acabó marcando el 911 en su móvil. La Sra. Xi iba a buscar a Henry, pero optó por buscar agua para Roberta, de modo que me tocó subir a mí. Oola, la señora grande y colorida de África occidental, vivía en la cuarta planta, así que también me acompañó. En el ascensor, mientras se ajustaba una de sus bufandas, me dijo algo que me heló la sangre. «Esa chica es víctima del leblouh, como yo lo fui».
 
No tenía ni idea de a qué se refería, pero cuando llamamos a la puerta de Henry y no encontramos a nadie, y volvimos al aparcamiento con las manos vacías, me enteré de cómo las jóvenes de Nigeria y Mauritania son encadenadas durante meses y alimentadas a la fuerza con cerros de cereales y grasa animal por sus madres, con el fin de engordarlas para el matrimonio.
 
Me explicó que se trataba de una costumbre antigua, que aún se practica en regiones rurales remotas, y la comparó con la forma en que los gansos son alimentados a la fuerza en las fábricas para la supuesta delicadeza francesa del foie-gras. Gavage.
 
Roberta probablemente nació y creció aquí, en Scarborough. Pero justo cuando empecé a protestar por la declaración de Oola, recordé haber hojeado un artículo sensacionalista sobre una chica cuyo novio quería que comiera cantidades obscenas de comida. La pareja lo llamaba «alimentación erótica». El novio decía que era un asunto de humillación y sumisión.  Quería que engordara tanto que no pudiera moverse y tuviera que depender completamente de él.  Me disgustó la historia y pasé la página. Nunca volví a pensar en ello, hasta ahora.

Los paramédicos estaban trabajando con Roberta cuando volvimos y los inquilinos estaban todos reunidos a un lado del solar. Oola me preguntó cómo la meterían en la ambulancia, y le dije que probablemente estaban entrenados para subirla con algún tipo de polea. Pero de todas formas resultó ser demasiado tarde. No quería quedarme ahí afuera mirando, -eso no estaba bien-, y tampoco podía hacer algo más para ayudar, de modo que entré.
 
Henry no apareció hasta más tarde. El Sr. Xi lo llevó a la morgue. Resultó que Roberta había tenido un derrame cerebral masivo.
 
No pude quitarme la sensación de que ella había estado intentando escapar.

Lorette C. Luzajic, translated by Rose Mary Boehm


**

Gavage

Everyone knew about the fat woman on the fourth floor. Few of us had ever seen her, but we knew she was there. 

Every tenant had been in the elevator with a delivery guy, toppling under a tower of pizzas or bag after bag of moo shu pork and fried rice. We knew he was headed to suite 409.

And we saw her husband coming from his car with multiple supersize packs of Lucky Charms and Oreos and Pepsi.

I’d been in the building for a decade and had only laid eyes on her a handful of times. Roberta seldom went anywhere, but once or twice a year there was a sighting. They were painful occasions to witness. The walker she needed could barely support her frame. She shuffled and heaved, inching laboriously along the corridor, in real danger of toppling over. Henry was the skinny sort, wiry and small. She was a giantess, with rolls upon rolls, and hanging fat lobules. It was tragic and grotesque, something best hidden behind closed doors.

Of course, most of the residents were busy with their manufacturing or custodial jobs, their commutes and their families, and we didn’t think about Roberta and Henry often. There was laundromat gossip among tenants, smart remarks about the recycling bins overflowing with take-out refuse. There were muffled sympathies for Henry. 

I had myself felt quite sorry for Henry for many years, imagining the stigma he bravely shouldered while enduring his wife’s gluttony. But one day I ran into him in the convenience store, and something about the demanding way he spoke to the young clerk changed my mind. He berated her for something inconsequential like she was the help, and his controlling tone took me by surprise. I did my best after that to steer clear of Henry.

It was on a weekend that Roberta fell in the parking lot, trying to get to a van taxi. There was no sign of Henry, just her and the walker that teetered and veered dangerously under her meaty paws. Everyone saw her then: it was sunny and folks were walking their dogs or kicking a ball around the grass with the kids, and the laundromat was always busy on Saturdays. We watched, compelled by the accident that could so easily happen, as she heaved herself toward the van.  No one, not even the beefy construction workers, would be able to help her up. 

And then the accident happened. Roberta fell.

It was terrible to watch, an excruciating, slow-motion film. The heft of her, pushing forward, with just a few more metres to the vehicle. She slipped, and the walker moved away from her, and her ankle turned, and there was a terrible cracking sound, and then there was a deep, guttural wail, like all the air being let out of balloon, or a life. And she went down, the mountain of her, rolling and rolling down onto the tarmac like an avalanche.

We all froze for several moments, and then everyone rushed over all at once. The cab driver got out. We all looked down at the woman we lived beside and never spoke to. The pinhole eyes behind her swollen face stared out at us unblinking. Her mouth was greasy as it opened and closed soundlessly, and something about that made me sadder than I’d ever been.

It took another few moments of confusion and commotion to figure out that we would need to call someone. One lady leaned over and asked if Henry could come out to help her. Roberta’s walrus-body shook some then, and a sound like a belch rang from her. The mechanic with his beagle eventually tapped 911 into his mobile. Mrs. Xi was on her way to find Henry, but decided to fetch some water for Roberta instead, so I was appointed to go up. Oola, the big and colourful lady from West Africa lived on the fourth floor, so she came along, too. In the elevator, adjusting her many scarves, she told me something that chilled me to the core. “That girl is a victim of leblouh, like I was,” she said. 

I had no idea what she meant, but by the time we knocked on Henry’s door and found no one there, and returned to the parking lot empty-handed, I learned how young girls from Nigeria and Mauritania were chained down for months and force-fed mountains of grains and animal fat by their mothers, fattening them up for marriage. 

She explained that it was an old custom, still practiced in remote rural regions, and compared it to the way geese are force-fed in factories for the French supposed-delicacy of foie-gras. Gavage.

Roberta was probably born and raised right here in Scarborough. But just as I started to protest Oola’s declaration, I recalled skimming a tabloid article about a girl whose boyfriend wanted her to eat obscene amounts of food. The couple called it “erotic feeding.” The boyfriend said it was a humiliation and submission thing.  He wanted her to get so fat she couldn’t move and had to depend on him completely.  I was disgusted with the story and turned the page. I never thought about it again, until now.

The paramedics were working with Roberta when we returned and the tenants were all gathered to one side of the lot. Oola asked me how they would get her into the ambulance, and I said they were probably trained to hoist a pulley of some kind. But it turned out to be too late anyways. I couldn’t stay outside to gawk then, it just wasn’t right, and there was nothing more I could do to help, so I went inside. 

Henry didn’t turn up until later. Mr. Xi drove him to the morgue.

It turned out Roberta had had a massive stroke.

I couldn’t shake the feeling that she had been trying to get away.
 
Lorette C. Luzajic
 
Editor's Notes: This story responds to Fat Betty in a Chair, by Ducian Kay (USA) contemporary.

This story first appeared (in English only)  in The Galway Review.

Rose Mary Boehm is a German-born British national living and writing in Lima, Peru, and author of two novels as well as seven poetry collections. Her poetry has been published widely in mostly US poetry reviews (online and print). She was twice nominated for a Pushcart Prize, once for the Best of Net. Her latest: Do Oceans Have Underwater Borders? (Kelsay Books July 2022), Whistling in the Dark (Cyberwit July 2022), and Saudade (December 2022) are available on Amazon. A new collection, Life Stuff, has been scheduled by Kelsay Books for February 2024. https://www.rose-mary-boehm-poet.com/

Lorette C. Luzajic is the founding editor of The Ekphrastic Review. She reads, writes, edits, publishes, and teaches ekphrasis. Two of her flash fictions have appeared in Best Small Fictions anthologies. Her columns on food and art in Good Food Revolution have been nominated seven times for Best American Food Writing. Lorette is an award-winning mixed media artist with collectors in forty countries so far.